Me duele la espalda de pasar el día limpiando. Por primera vez en mi vida limpiaba el piso de mi casa con agua y jabón, tal cual cenicienta.
Me duelen las manos de escurrir el coleto. Sí, echaba agua y jabón en el piso, quitaba el agua sucia del piso con un trapo y lo escurría luego en un balde, viendo cómo salía el agua negra.
Mientras salían los chorritos de esa agua inmunda, se me despertó la sensibilidad. Sí, en ese acto tan tonto y simple como sacar el sucio del piso y luego del trapo.
En cada chorrito de esos corría un recuerdo, o varios, no sé. Y me quedaba embelesada viendo el agua correr y pensando en las cosas que han pasado en mi sala.
Ahora el piso está más limpio que nunca; una buena sesión de escobazos, agua, jabón y coletos lo hizo verse más brillante que antes. Pero sigue estando sucio, de conversaciones, de miradas, de lloraderas frente al balcón, de gritos de sorpresa frente al televisor (casi siempre con Tibisay Lucena diciendo buenas nuevas), de peleas adultas y peleas infantiles, de "holas", de "chaos" y de lo que va a ser más difícil de limpiar: los "mucho gusto" que en mi sala han tenido lugar.
Mi sala, así sucia, de recuerdos y manchas en la pared es uno de mis libros preferidos de poesía, así como un Inventario.
Creo que la vida se vive en poesía gracias a los recuerdos, y a los lugares que los guarda.